El policial negro suele indagar más en la condición humana que en los vericuetos técnicos o la resolución de los crímenes presentados. Un cana, la última novela de Sergio Sinay (Buenos Aires 1947), encarna a la perfección esa densidad psicológica del género que, en este caso, emana fundamentalmente de la conversación entre dos personajes. Dos duros, pero complejos. En esas voces se activan un universo y una cosmovisión que no es ajena a nuestra época. Afloran, así, prioridades distintas a las de la intriga convencional. El nudo probable, el conflicto ligado al crimen, importan menos en el texto que esas dos voces, su pasado, el mundo que las rodea, lo que las lleva a hablar o callar, a olvidar o a actuar.
Un cana transcurre como preámbulo constante del abismo que palpitan dos varones en sus límites. En ese ritmo radica su vitalidad que –paradójica, aunque lógicamente– termina en muerte. La novela trae temas vigentes, propios a la naturaleza criminal, pero entramados además con la vida prosaica de gente de a pie. Quizá porque “todos somos asesinos en potencia” según señala el propio autor, interesado precisamente en el arte de la charla, y lo que ella genera, versus los mil recursos tecnológicos de contacto a distancia: “Hay una ilusión de comunicación que en realidad no es más que conexión. Cada conversación, cada mano a mano, es una pieza única. Vos y yo ahora estamos generando una pieza artesanal” define Sinay durante la entrevista con la nacion, que, parafraseando a Borges “tercamente se bifurca en otra”.
Sin corresponder al noir, ya Fedor Dostoievski, Truman Capote o el contemporáneo Emmanuel Carrère practicaron, entre otros, el género y el autor argentino hace lo propio: ahondar en la realidad desde la ficción hasta desandar lo evidente y superar la sangre; hasta entrever las capas finas de la experiencia humana, a sabiendas de que el crimen es corteza, síntoma, volumen; llave de otro misterio previo. Es razonable entonces que una pluma como la de Sergio Sinay –al que sus lectores suelen reconocer por sus columnas periodísticas y volúmenes acerca de autoconocimiento y vínculos personales– encuentre en la liga novelística un precipicio interesante. Después de todo, ¿dónde se transparentan los tendones del miedo, la musculatura del amor, los huesos del deseo, sino en nuestros extremos y desbordes?
Ante la pregunta acerca de si fue cronológicamente anterior el narrador o el ensayista, Sinay se remonta a la juventud y a una anécdota: “En cuanto a publicación, fui primero narrador, a los veinticinco años, con una novela que se llama Ni un dólar partido por la mitad. Pero ni yo mismo sabía entonces si eso que había escrito, inicialmente como cuento, subrepticiamente extendido a muchas más páginas de lo esperado, era cabalmente una novela. A tal punto que le llevé el manuscrito a Daniel Divinsky, más bien para pedirle opinión. Él, muy generosamente, la leyó y a los quince días me llamó y me dijo que la publicaría. Me tomó de sorpresa: le dije ‘pará, no la publiques así, dejame que corrija un poco’, y me dio una semana. Finalmente salió por Ediciones de la Flor. Incluso el siguiente libro que publiqué, Sombras de Broadway, también era un policial. Después vinieron los ensayos, que fueron muchos más y me dieron, de alguna manera, una identidad pública”.
–Sabemos que dirigió varias revistas, fue redactor, editor y columnista. ¿Cuándo y cómo empieza en su vida la escritura, el periodismo?
–Aunque soy porteño de nacimiento, me crié en La Banda, en Santiago del Estero. En esas siestas interminables cuando los padres dormían y no se podía hacer ruido, hacía revistas caseras, dibujaba historietas y sí… escribía. Al terminar el secundario, tuve claro que quería escribir y dedicarme al periodismo, pero mis padres se oponían porque no lo consideraban una “verdadera carrera”. Así negocié, finalmente, estudiar sociología. Vine a vivir en una pensión a Buenos Aires y empecé, pero era muy mal estudiante; daba materias para cumplir con ellos, y el dinero que me mandaban iba a parar a la compra de revistas, diarios de donde sacaba información: me fijaba la dirección de las redacciones y les mandaba notas ¡por correo! Escribía sobre películas, libros, en una vieja máquina Underwood. Las firmaba y, al pie, ponía el número de teléfono de la pensión. Más o menos al año de mandar y mandar, un día me llama la secretaria de Bernardo Neustadt y me cita en la redacción de la revista Extra, a las siete de la mañana. El propio Neustadt me entrevistó y me preguntó si estaba dispuesto a escribir sobre cualquier tema: necrológicas, espectáculos, reformular gacetillas, lo que fuera. “Ese es el trabajo de un periodista –me dijo–, ¿lo querés hacer?”. Por supuesto que acepté y empecé al día siguiente. En ese momento, la redacción completa éramos dos: Rolando Hanglin y yo.
–¿Cómo conviven en el escritor la ficción y el ensayo?
–En los lapsos que se dan entre las novelas padezco un síndrome de abstinencia. De hecho, cuando escribo ensayo a veces me encuentro queriendo narrar, buscando situaciones que ilustren esas ideas. Además, creo que es en la narración donde se entrena el músculo de la buena escritura, que a su vez es primordial, sea cual fuere el género. El problema es que a veces la coyuntura posterga la calidad de la escritura. Hoy se publica mucho de coyuntura y eso se nota…
¿Cuánto de Milei hay en Cristina y cuánto de Cristina hay en Milei? Alcanzaría con que sus fanáticos se lo preguntaran
–El policial negro se conecta en particular con el núcleo de las relaciones humanas, tal como mucho de lo que aborda en ensayos y columnas…
–Sí; hablamos de un género que nace entre las dos guerras mundiales, el colapso financiero, la desocupación; una época muy oscura de la humanidad y muy parecida a la actual. Desde ese origen, el policial negro es testimonial y documental, porque ha venido rindiendo cuenta del estado de la sociedad desde hace casi un siglo. Todo lo que viene mostrando es aquello que no aparece a la luz. Aquello que Carl Jung define “la sombra” y tratamos de esconder en el sótano pero emerge; a veces colectivamente, como nación, pueblo, familia, organización. Otras, como individuos. La sombra es lo que rechazamos y avergüenza, lo que vemos en el otro y no queremos ver en nosotros mismos. Esa es quizá la gran diferencia entre las categorías novela-enigma y novela negra. En la primera, mucho más antigua, hay poco acento en la psicología de los personajes. La pregunta ahí es “quién lo mató, qué arma usó, cómo lo hizo”. En cambio, en el policial negro, quién mató no es lo más importante: muchas veces eso se sabe desde la primera página. Lo que interesa es qué lleva a alguien a matar; en qué contextos personales, sociales, familiares… Interesa meter el bisturí en “la sombra” individual y, a partir de eso, inevitablemente emerge la sombra colectiva. En el ensayo, uno indaga en la sombra para buscar resoluciones con el lector; en el relato, yo entro sin condicionamientos, a contar una historia, que es lo más difícil; en lo personal no me interesan las piruetas con el lenguaje, experimentaciones vanguardistas y demás; finalmente las vanguardias como tales son efímeras, y si se sostienen, ya pasan al nivel de lo clásico. Me interesan mucho más las historias en sí y la buena escritura.
–A su vez, en el género negro y, en particular en esta última novela suya, los malos no son unívocamente malos: pueden ser leales y regirse por un criterio moral que alterna con sus bajezas, como en la vida misma. ¿Lo ve así?
–El malo que es solamente malo se convierte en una caricatura; aún más: siempre hay algo autobiográfico cuando creamos a un “malo”. Hay que haber tenido alguna relación directa o indirecta con esa experiencia, con ese sentimiento, con esa vivencia que contamos. Podría decirse que todos somos asesinos potenciales desde que lo somos en la propia fantasía. Gracias al superyó, los tabúes, la ley moral, la ley jurídica, finalmente no matamos a nadie, sublimamos ese impulso. Por esos matices que hacen a lo humano es que yo mismo, como escritor, suelo nutrirme de personas reales para mis ficciones, gente que me rodea, que me cruzo eventualmente, todos son personajes posibles. En Un cana, por ejemplo, reconozco que hay amores extraños, hay lealtades raras, pero plausibles.
De la pandemia no salimos mejores, sino peores: brotan más guerras, mayor desigualdad, más violencia social
–Volviendo a esa maldad plana, absoluta, la del viejo cuento infantil, ¿diría que hoy la percepción colectiva elige esos extremos simplificados: el bien o el mal totales? ¿Le falta novela negra a nuestra perspectiva?
–Bueno, ahí vuelve lo de Jung: si yo me encaramo en el lugar de la perfección, de lo máximo, ¿dónde queda mi sombra? Muy fácil: se la endilgo al otro. Le encajo esa contraparte de la virtud: “Yo soy el generoso y el otro es el mezquino”. A mí, alguien que se autodefine intachable me genera sospecha ¿Cuánto de Milei hay en Cristina y cuánto de Cristina hay en Milei? Dudo que cada uno de ellos pueda verlo, pero alcanzaría con que sus fanáticos se lo preguntaran. Si algo te enoja tanto es porque ahí hay una lección pendiente, algo tuyo está ahí para que aprendas. Insisto con Jung: él decía que los demonios que echás por la puerta, vuelven a entrar por la ventana.
–Los dos protagonistas de Un cana irradian una profunda soledad –tema que no le es ajeno, sobre el cual versa también su último ensayo–: uno la eligió hace tiempo y el otro la está yendo a buscar. ¿Ese también es un síntoma social?
–A ambos les cabe una nueva soledad, la de los tiempos, la que nos trajo la globalización. Estamos más conectados y menos comunicados, porque la comunicación es un hecho artesanal, como esta conversación. La conexión es masiva, estandarizada: puedo poner un emoji para decir que estoy contento o triste, y punto. Hay una ilusión de la comunicación cuando, en realidad, hoy no es más que conexión. Y cuanto mayor es la conexión mayor es el aislamiento: ¿para qué nos vamos a encontrar si estamos conectados? A esto se suman las redes sociales, donde cada quien se muestra pura luz, pura perfección. O peor, agrede desde la cobardía del anonimato. Más tecnología, más soledad.
–Mirando la pandemia ya a cierta distancia ¿Qué hubo de “la nueva normalidad” y “salir mejores”?
–Durante la pandemia, cuando emergió esa especie de euforia optimista de que íbamos a aprender, a mejorar, yo escribí algunas columnas donde planteaba que eso iba a depender de lo individual porque el bien no es algo que viene de afuera a transformarnos. Por el contrario, creo que salimos peores: brotan más guerras, más desigualdad, más violencia social. Ahora hay una pandemia de otras cosas muy oscuras; por ejemplo, la agresión, el insulto, que se naturaliza y viraliza, porque viene de arriba, públicamente, desde el poder.
En lugar de pensar qué mundo les estamos dejando a nuestros hijos, deberíamos preguntarnos qué hijos o nietos vamos a dejarle al mundo
–¿Considera que estamos ante un panorama apocalíptico gobernado por nuevas formas de conexión, por nuevas redes, en el amplio sentido de la palabra?
–Hay una divergencia muy grave entre el progreso tecnológico y la involución moral que estamos atravesando; a mayor tecnología menor humanismo en términos evolutivos. En este sentido, cuando a alguien de cierta edad le dicen “te estás quedando en el tiempo” hay que preguntarse si eso no es quedarse en un lugar necesario. Alguien se tiene que quedar a mantener encendida la fogata en medio de esta noche oscura y tormentosa ¿qué está flotando en la sombra colectiva hoy? Tenés el paradigma en Twitter [hoy X]: una cloaca. Ahí van los desechos. Claro que a la vez es una herramienta, pero hoy su cauce está lleno de desechos que lanzan millones de personas. El canal se convierte en lenguaje y en contenido.
–¿Cómo cree que juega en esto la inteligencia artificial?
–También es una herramienta que nos venden como panacea, como si fuese una entidad con conciencia de sí. De tal modo que si vos creés que realmente tiene vida propia, se la vas a conferir hasta dejar en sus manos el pensamiento, hasta deshacerte, finalmente, del pensamiento crítico. Ya hay generaciones de nacidos y criados que no están pensando por cuenta propia. ¿Qué es pensar? Dudar, reflexionar, analizar, comparar. Hoy leo notas con títulos como “Las cinco frases que dicen las personas inteligentes según la inteligencia artificial”. Creo que los usuarios se están convirtiendo en usados, y las personas en las nuevas herramientas de la tecnología. Nick Srnicek, un autor canadiense, plantea en su libro Capitalismo de plataformas, que en este momento, los usuarios de redes somos las nuevas minas de oro, aunque a diferencia de las del siglo XIX trabajamos solas. Nosotros mismos proveemos datos e información constante, gratis, las veinticuatro horas y hasta pagamos una conexión para hacerlo.
–¿Considerás que esta nueva pandemia de oscuridades, como la llamaste, va a pasar? ¿En algún momento asomaremos a “otra nueva normalidad”?
–Creo que la historia es pendular y finalmente los procesos vuelven en algún momento a la media. Es difícil, eso sí, aceptar que una cosa son los tiempos de la historia y otra el tiempo individual. El tiempo propio siempre es corto. Pero en lugar de pensar qué mundo le estamos dejando a nuestros hijos, que es un pensamiento paralizante, quizá deberíamos preguntarnos qué hijos, o nietos, vamos a dejarle al mundo, porque en eso sí tenemos injerencia: con qué capacidad de análisis, con qué instrumentos intelectuales, con qué valores.
PENSAR LOS VÍNCULOS HUMANOS
PERFIL. Sergio Sinay
Sergio Sinay nació en Buenos Aires en 1947, pero se crió en Santiago del Estero. Estudió sociología y se formó en psicología gestáltica, humanística y existencial.
Periodista de oficio, fundó diversas revistas y escribió en diversos medios como columnista, entre ellos la nacion. Con los años se especializó en ensayos sobre lazos familiares, relaciones interpersonales, educación y otros temas. También es consultor en vínculos humanos.
Entre sus ensayos más conocidos se cuentan, entre otros, Amor sólido en tiempos líquidos, La ira de los varones, La masculinidad tóxica y La sociedad de los hijos huérfanos.
También incursionó en la ficción, especialmente en el género policial. Entre sus novelas, figuran títulos como Noruega te mata (2016) y la reciente Un cana.