«La ballena»: tres historias en primera persona del drama de vivir con obesidad mórbida

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“Te sentís un monstruo y no una persona. Estás más cerca de la muerte que de la vida”. Así retrata Karen Piyuca (55) los años de cautiverio que atravesó dentro de su propio cuerpo por padecer obesidad mórbida, una enfermedad metabólica que está en cartelera desde el estreno de La ballena -la obra escrita por Samuel Hunter que explora la vida en espiral de un profesor de literatura obeso recluido en su deteriorado apartamento- en el Paseo La Plaza, con el protagónico de Julio Chávez y la dirección de Ricky Pashkus. Con el mismo argumento, fue también la película que le valió un Oscar a Brendan Fraser.

En este escenario, Clarín recuperó tres historias de obesidad en primera persona. Cada una de ellas refleja la intimidad del infierno y discriminación que padecen sus protagonistas. Ahora, retomemos el punto de partida. ¿Qué sintió Karen al ver La Ballena? “Nunca la pude ver completa. Hay cosas que me duelen y aterran. Se me cierra el pecho de angustia ante el miedo de volver a esa prisión. Prefiero la muerte”, se convence.

Es que el alma de Karen se había roto en medio de una infancia que rememora con dolor. A los 8 años pesaba 89 kilos y un homeópata le recetó anfetaminas por un año. “Experimentaba palpitaciones, mareos y taquicardia cada vez que me acostaba en un sillón. Me estaba muriendo, pero en mi casa solo importaba que era gorda. A mis papás les atormentaba mi obesidad”, confiesa en diálogo con este medio.

Los kilos se fueron acumulando con el tiempo: a los 15, la balanza señalaba 120; a los 22 subió a 148; a los 30 rozó los 190 y más tarde, llegó a un máximo de 204. Cuando cruzó la barrera de los 150, escaló de a 10 por mes. “Los kilos pesan en todos lados, no solo en el cuerpo. Representan un gran mausoleo que imprime distancia real con el mundo que te rodea. Duele demasiado y nadie lo puede ver ni entender”, lamenta.

El sufrimiento de Karen latía por dentro. Su cotidianidad estaba atravesada de limitaciones: subir al colectivo era una tarea titánica, muchas veces no le frenaban, y ella necesitaba ocupar un asiento y medio. Tardaba más de 40 minutos en enjabonar y enjuagar cada parte de su cuerpo. Se compraba pulóveres extra large y se mandaba a confeccionar polleras grandes. Además, debía escapar de las miradas y comentarios del entorno. En el casamiento de mi mejor amigo, se rompió la silla cuando me senté. Tuve que esconderme en un rincón por la vergüenza”, expresa.

Julio Chávez caracterizado como su personaje en «La ballena», la obra que expone el drama de la obesidad mórbida.

Con mucho sacrificio, se recibió de licenciada en administración. Fue rechazada en un puesto laboral porque no tenía la imagen corporativa que la empresa buscaba. Luego, fue contratada en una financiera donde sufrió mobbing (acoso laboral) y despedida sin justa causa cuando debió afrontar una operación de cadera. “Me decían gorda de mierda en la cara. En este país hay mucha gordofobia«, destaca.

«Mi vida era triste. No me trataban como una persona con una enfermedad. Cuando me enamoré, fui rechazada en la intimidad por mi condición. Igualmente, nunca voy a estar desnuda delante de un hombre porque mi cuerpo tiene las huellas de la enfermedad”, comenta con un hilo de voz atravesado por la angustia mientras las lágrimas brotan de sus ojos.

Antes y ahora. Karen con dos fotos de cuando sufría obesidad mórbida. Cuenta que su cuerpo fue «un gran mausoleo».

Karen desarrolló una personalidad defensiva para que las burlas no la siguieran lastimando. “Me convertí en una gran farsante. Tapaba mi interior teniendo el mejor promedio en la facultad, trabajando con un plus de esfuerzo y haciendo todo lo posible por agradarle al resto. Para que mis papás estuvieran orgullosos de mí, me gradué como maestro mayor de obra en el industrial. Pero nada bastó”, dice.

Su relación con la comida era patológica. “Cada fin de semana arrasaba dos kilos de helado. No almorzaba y después tragaba medio kilo de pan con mate y más de medio kilo de carne. No podía manejar lo que comía. Era una compulsión”, asegura.

Y Karen tocó el fondo del mar cuando fue víctima de una mala praxis, un 18 de noviembre de 2010. “Había adelgazado 40 kilos para someterme a un by pass gástrico. Pero salió mal. Después engordé más y entré en una depresión muy fuerte. No quería vivir más”, relata.

Karen Piyuca llegó a pesar 204 kilos.

Su pequeña o gran victoria llegó siete años después. Antes, el 2009 marcó una bisagra: casi por casualidad golpeó el consultorio de Adrián Cormillot y todo cambió. “Cuando entendí que quería mantenerme con vida para que pudiera encarar de vuelta la operación, en 2017 me animé. El doctor Marcelo Bacha se animó a operarme con 197 kilos. Adrián me hizo entender que era una persona enferma y no un monstruo. Es mi superhéroe”, dice.

¿Cómo cambió tu calidad de vida? “Fui más tiempo hiperobesa de lo que llevo siendo una persona medianamente normal. Ahora, ya no siento el peso de la mirada del otro. No tengo que hacer esfuerzo para respirar ni me canso al caminar. Disfruto de un baño con jabones ricos y de pisar las hojas secas que se caen en la calle”, responde. ¿Y su gran desafío? “No volver a engordar. La operación me brindó herramientas, pero la enfermedad siempre está latente. No soportaría caer otra vez”, confiesa.

“A los 40 años dejé de soñar y es algo que aún no recuperé. Recién ahora estoy aprendiendo con mis sobrinos a soñar otra vez. Quiero ir con la de 22 a una playa de Brasil para ver el mar», anhela. «Entendí que soy Karen y no la gorda. No vale la pena hacer cosas para que te quieran”, comparte con la esperanza de que su testimonio ayude a otras personas.

“Me desafiliaron por ser gordo”

Guido Arriaga (25) recibió un duro informe médico cuando solo tenía 2 años. Le diagnosticaron leucemia linfoblástica aguda. Durante un poco más de dos años pasó cumpleaños y navidades internado en el Hospital Garrahan.

Hoy, batalla contra la obesidad mórbida. Pesa 247 kilos y su peso máximo fue de 268. A pesar de sus condiciones físicas, intenta practicar deportes. Entre los 4 y 17 años practicó básquet y está federado en dos ligas.

Se recibió de técnico superior en hotelería y repartió copias de su curriculum vitae por diferentes ámbitos, pero no logró conseguir trabajo ya que “suman las apariencias antes que el valor”. “Igualmente, no bajo los brazos y ahora inicié la carrera de licenciatura en turismo”, revela.

Guido Arriaga padece obesidad mórbida. Pesa 247 kilos y batalla contra la enfermedad.

“Mi familia me dio una vida normal, sin límites ni barreras. No advertí mi gordura hasta que el cuerpo empezó a fatigarse y a pasarme factura”, le dice a Clarín. Y comenzó un periplo por clínicas para solucionar problemas que se volvieron recurrentes como la hinchazón de piernas por la retención de líquidos o dolores de cabeza inusuales.

“Encontré una y otra piedra hasta que descubrí una calle empedrada por completo porque mi cuerpo me estaba pidiendo ayuda. Me engañé durante mucho tiempo con la idea de que si engordaba, después podría bajar fácilmente esos kilos. Creía que tenía el control, pero no era así. El cuidado lleva mucho trabajo y requiere de fortaleza. Es un proceso de preparación mental”, describe.

Hace tres semanas, cuando los edemas en sus piernas, entre otras afecciones, ganaron territorio y el dolor se volvía cada vez más punzante, Guido decidió iniciar un tratamiento médico en busca de una mejor calidad de vida. “Ya no podía estar en mi casa por el dolor. Me costaba caminar y levantarme. Necesitaba hacer mucha fuerza. También me molestaban las durezas que tenía en la parte baja del estómago. Pero la obra social me desafilió por ser obeso”, expresa.

Necesitaba un límite

Desde pequeña, Giuliana Favrot (26) sufrió la mirada ajena por un sobrepeso que alcanzó un pico de 115 kilos. A los 12 años comenzó a tapar sus problemas y angustias con la comida. “Estuve expuesta a situaciones que ningún niño debería vivir y tenía que defenderme junto a mis hermanos. Intenté que la grasa sea mi armadura para afrontar cualquier mal. De esta forma me veía más grande que los demás”, le cuenta a Clarín.

Dice que su alimentación nunca fue la más saludable. “No almorzaba de niña, mi mamá no estaba, yo comía galletitas. Llegué a gastar $ 300.000 por mes en golosinas. La comida era mi refugio. A medida que crecía, la vida se ponía más dura y con ella aumentaba mi desorden alimenticio. Necesitaba un límite”, relata.

Giuliana Favrot llegó a pesar 115 kilos y ahora entró en «Cuestión de peso».

“Mi mamá nos crió solos, pero cayó en adicciones y en situaciones que nos exponían a vivir cosas que no tendría que vivir ningún nene. No fue tan duro porque uno es niño, pero cuando fui siendo consciente de las cosas estaban mal caí y llegaron las depresiones, los atracones y los bajones. El entorno me hacía sentir indeseable. Tuve que trabajar mucho mi personalidad para alimentar mi autoestima”, describe.

Giuliana encontró paz cuando puso el acento en sus sueños: empezó a trabajar en producción audiovisual y a bajar de peso hasta llegar a los 80 kilos. Sin embargo, una cantidad de eventos desafortunados sumados a la experiencia de un amor fallido derivaron en depresión y en la suba de 35 kilos.

Cuando notó que estaba en camino a la obesidad mórbida porque ya no tenía control sobre sí, decidió anotarse en el reality de televisión llamado “Cuestión de Peso”. Allí adoptó el seudónimo de “Chula” y este año empezó un nuevo sendero para priorizarse y dejar de ocultarse detrás de la comida.

“Mi vida era insana. Hoy está cambiando y estoy aprendiendo la importancia de adoptar una buena alimentación para poder convertirme en la mujer que siempre quise ser: más saludable, enérgica y con una meta propia”, resume.

AS

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